domingo, 14 de agosto de 2011

La vie en cirque. (Una actuación circense)


Quién me iba a decir a mi, una simple piedra de descampado, que yo iba a formar parte de un mundo de ilusión, de magia y de color, antes de que el implacable desarrollismo me enterrara para siempre debajo de los cimientos del bloque de viviendas que a buen seguro se construirá en la parcela que habito.

Desde que tengo uso de razón, yo siempre he sido una piedra de descampado. Ya sé que muy al principio, yo pertenecía a la muy noble y altanera madre Naturaleza, y que no hace muchos años, en términos geológicos, mi solar aún presentaba cierta nobleza en base a su fertilidad, ya que esta misma tierra que me rodea daba de comer al hombre. Sin embargo, desde el advenimiento de la revolución industrial (turística por estas tierras), mi hogar se ha convertido en un secarral blanquecino y polvoriento, batido por miles de suelas de zapatos y cubiertas de neumático a lo largo de los años. En él, sólo se acumula algún que otro desperdicio, chatarra y botellas, y en fin, en mi descampado todos esperamos ya el día en que el hombre nos tapará la boca para siempre y construirá una gran mole de pisos encima.

Sin embargo, un día de agosto, cuando el calor estaba a punto de fundir mi maltrecha estructura caliza, aparecieron por aquí un sinfín de camiones pintados con colores vivos. De esta flota invasora bajaron multitud de personas y empezaron a trabajar como siguiendo un guión perfectamente establecido. Ante esta gran agitación, todos pensamos que ya nos había llegado la hora pero nuestra gran sorpresa se producto al ver aparecer una gran carpa blanquiazul, rallada, y trufada de multitud de estrellas pegadas por la cara interior.

No sé si fue fruto de la casualidad pero conforme se iba levantando aquella estructura, vine a quedar en el mismísimo centro de la pista. El circo había renacido cual ave Fénix, y era tal como lo describían los más antiguos del solar que ya habían dado alojamiento hace muchos años a otro circo parecido, el espectáculo más antiguo del mundo.

Yo, acostumbrada al sol inmisericorde, el sucio polvo grisáceo y el tizne negro de las ruedas de los coches, me vi lavada y engalanada para actuar ante el gran público. La carpa había conseguido transformar una porción de terreno baldío y sin abolengo en un microcosmos abonado para la imaginación. El telón de tiras plateadas y brillantes, y las luces de colores me acariciaban la regada tez cada noche mientras yo me dejaba llevar por el histrionismo.

Qué más podía esperar una simple piedra del semidesértico sureste español, que tener la oportunidad de ser pisada por leones del Senegal y tigres de Bengala. Viajé desde el Atlas hasta las estepas de Asia pasando por la sabana africana, y me enredé entre las patas de camellos y bisontes, ponis enanos y domadores amigos de sus animales y del látigo eléctrico. Conmigo tropezó el payaso y juntos hicimos reír al público. Vi volar cuchillos por encima de mi cabeza, pelotitas de colores y malabares en forma de huso, y casi derribo al malabarista por un exceso de celo.

Cómo aplaudían los niños mientras los avispados empleados del circo conducían su cándido entendimiento por los vericuetos de la magia y la ilusión que hasta yo parecía hecha de guirlache. Una cosa está clara, el circo nunca morirá mientras existan niños.

Los números se iban sucediendo mientras el presentador, con esa prosodia tan característica de arrastre de la última sílaba de cada palabra iba dando entrada a los artistas del hambre.

Mientras los niños y yo mirábamos encandilados a la antipodista hacer girar el rulo a gran velocidad con sus pies, escuche algunas frases hilvanadas por mentes adultas que ahuyentaban ferozmente la magia, “¿no es esa la que me ha vendido el perrito caliente?"

Luego salió el tenor equilibrista que cantaba el “O Sole Mio” haciendo el pino y mostraba el músculo de su portentosa yugular inflada hasta el extremo por mor de la Gravedad de su do de pecho.

Por último apareció ella, la que turbó mi existencia para siempre mientras me acariciaba dulcemente con sus largas y sedosas telas rojas. Su grácil y delicado cuerpo parecía flotar entre los vaporosos movimientos de aquellas gasas que se comportaban como las manos fuertes y lascivas de un King Kong imaginario. La trapecista de las telas rojas representó para mi la auténtica Bajada del Ángel, tan típica de estas fechas, y me vistió de largo y me sacó a bailar. Fue para las calizas de mi ralea el comienzo de una nueva era, primero éramos montañas, luego producíamos patatas y ahora lucimos palmito glamurosamente.

Pero como todo en la vida, la función acabó y el Circo se tuvo que marchar. Poco a poco se arriaron las banderas y las carpas, luego desaparecieron los mástiles y las picas, y los rugidos felinos se fueron apagando lentamente al mismo tiempo que el sol de justicia la impartía sin piedad abrasando hasta la última brizna de magia.

De nuevo, he vuelto a ser una piedra de descampado, pero ahora, en las noches estrelladas sueño con la trapecista de las telas rojas y con sus caricias que me hacen sentirme el centro del planeta Tierra.

1 comentario:

Lluís P. dijo...

Joan,

m'he endut el portàtil sota un arbre i ara mateix acabo de llegir el teu relat. L'agradable ombra que m'envolta i l'original lectura m'han fet passar una estona digne del titular "això sí que són vacances!". La idea de la pedra parlant en primera persona l'he trobada molt bona, així com totes les descripcions dels personatges d'aquest fantàstic món del circ, exactament com els havia viscut quan hi anava de petit.
Les vacances comencen a acabar-se, però segur que el teu blog seguirà tan atractiu com sempre.
Fins aviat,

Lluís