domingo, 5 de octubre de 2008

Aburrimiento


Me levanto por la mañana y a los pocos minutos me asomo al enorme precipicio vital que se abre delante de mí.
Vacío existencial y blancura en la página de la agenda correspondiente a este día.
No lo soporto.
Lo muy limitado de la vida humana martillea mi mente recordándome los preciados minutos y horas que me dispongo a perder.
Me enzarzo en una lucha denodada con el fin de dar algún sentido al día que tengo delante de mi.
El tiempo avanza inexorablemente, el nerviosismo aumenta, me doy cuenta de que a mi pesar estoy consumiendo el día pensando en que puedo consumir el día.
Si pudiera detener el tiempo, cerrar el grifo de las horas para volverlo a abrir una vez decidido como voy a aprovechar de manera óptima el preciado elemento, todo sería diferente. No tendría miedo a esos paréntesis indolentes que tanto odio.
Sin embargo, es precisamente ese apremio, ese deseo desesperado por encauzar el día que se desparrama en un inmenso cenagal de bordes difusos, lo que me bloquea. Este proceso tiene un mecanismo idéntico al insomnio. Cuanto más se esfuerza el insomne por dormir, más aumenta su vigilia. Cuanto más se esfuerza el aburrido en dar sentido a su tiempo, más aumenta su negatividad, su obcecación, su frustración, su agresividad y esa hiriente sensación de tirar por el retrete un preciado tesoro, su día.
Finalmente, abatido y por vencido, y prometiendo que esto no me va a volver a pasar, me abandono a la indolencia desparramado sobre el sofá.
Cuando mi cerebro pierde el norte, la meta diaria, el objetivo vital, todo mi cuerpo se transforma en una masa amorfa, aplastada por el peso de la gravedad, soy una estructura biológica más próxima a una ameba que a un ser humano. Me desplazo en contacto total con el suelo emulando el movimiento de las cadenas de un Panzer.
Por medio de esta forma de desplazamiento, más propia de organismo unicelular que de bípedo implume, me arrastro hasta la nevera en busca de algún brebaje que a modo de elixir vuelva a dotar de estructura a mi cuerpo y me saque de este estado casi hipnótico-vegetativo.
¡Ya está, cerveza!
Veo que en principio tiene un efecto positivo pues consigo empinar una parte de mi cuerpo, el codo. Sin embargo, al poco descubro que el alcohol acaba por disolver mis últimos corpúsculos de voluntad y me transporta al limbo de los felices.
Caigo en un sopor irresistible y me consuelo pensando que mañana será otro día.
Firmado: un alma inquieta.

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